Por Cristina Póstleman
Despertó en medio de la noche. Abrió los ojos silenciosamente. Su despertar se unió con el último esbozo de sombra y el primer rocío nocturno. Atinó a buscar la manera de sacudirse los efectos de lo sucedido a la hora del último ocaso.
Gugleó la Estación de Limpieza de los Cuerpos. La E.L.C. renovaba las funciones relativas a las conexiones de los flujos libidinales. Esa tarde había colapsado a propósito de los festejos por la victoria del equipo principal de momosport. Por eso no logró ser atendido. Apagó la máquina, salió y se sentó en el bar eterno. En el tendedero de información, había una lista sobre nuevas instituciones. La descolgó y la exploró. Una de ellas era el Dispositivo de Olvidar. Una intriga lo embargó. Buscaba una función de escucha que reemplazara los efectos de la vieja máquina colapsada. Allí creyó hallarla. Volvió y entró. Esa noche, la página del D.O. marchaba rápido. Fue atendido. Puso toda su repulsa contenida sobre el paño. Abrió el micrófono y la cámara, y dijo al ávatar: “… estuve al límite del ahogo, de vez en cuando el engendro se detenía a mearme los ojos”. Dijo más, recordó que el rostro del susodicho era parecido a muchos de los que había conocido antes de la explosión. La respuesta del ávatar de turno no lo satisfizo. Sólo oyó réplicas de eslóganes formateados.
Decidió recurrir a otra de las dependencias de la ciudad. Buscó, hasta el anochecer. Sin esperarlo, se topó con una puerta nueva. La puerta estaba abierta. Se introdujo sin pensar. Fue siguiendo las flechas que iluminaban el pasillo de entrada. En las paredes despojadas decía algo en forma de imperativo en mayúsculas -que olvidó eventualmente. Solo recuerda que en su desesperación siguió la única consigna que lo conectaba al mundo. A los pocos segundos su consistencia homeostática había sido reanudada.
Me contó en el bar, con una descripción más bien corta, que allí había acontecido lo siguiente. El imperativo escrito en las paredes había tenido como efecto la momentánea detención de las funciones algorítmicas programadas. Se había encontrado entre paredes transparentes reflejando su mirada en infinitos planos. Aunque la señal era de alta resolución, y el sustrato era de más baja, la superficie, sorprendentemente, no parecía pixelada en extremo. Hasta habría apostado que era el viejo mundo real. Un deseo desmesurado de estallar lo había cautivado. Un instante, que no pudo contabilizar, habría permanecido bajo esa sensación de descompresión. La explosión había sobrevenido finalmente. Una leve baja de presión lo había aquietado. Pudo sentir la revitalización de espacio libre a medida que los cristales iban componiendo constelaciones luminosas que le parecieron maravillosas. En medio de esta revelación, vio seres. Evocó una vez más la consigna. Percibió que la indicación estaba escrita en lenguas muertas. Pero que la comprensión no pasaba ya por su mente. Que lo único que restaba era rearmarse mutua y recíprocamente con las entidades merodeantes. Vio sus rostros intercambiarse. Él mismo desconoció el propio en los cristales. No pensó la causa ni la consecuencia. Lo prefirió. Su mano halló su propio sexo expectante. En la penumbra pudo ver que se había vuelto de color rosa y que había adoptado forma de fuelle. Se sintió allí no obstante entero y amorosamente esculpido junto a un jardín de cuerpos florecientes. Durmió unas horas. Despertó en medio de la noche. Abrió los ojos silenciosamente. Su despertar se unió con el último esbozo de sombra y el primer rocío nocturno. Atinó a buscar la manera de sacudirse los efectos de lo sucedido a la hora del último ocaso.