Por Hernán Borisonik
(Basado en La máscara de la Muerte Roja, de Edgar Allan Poe)
Durante más de un año, la pandemia nos había demolido la vida. No por lo fatal, sino por lo horrible de haber dejado al desnudo la disolución de la compasión humana, entre sí y con el resto del planeta. El virus entraba por la boca y la nariz, dolía en los músculos y mataba en los pulmones. Las víctimas eran segregadas y la sola sospecha de un estornudo podía quebrar relaciones o causar violencia.
Antonio Martín Ías era uno de los representantes finales (probablemente, el último) de la alcurnia del país. Nacido el séptimo día del año del buey de madera, desde pequeño había mostrado una sensibilidad sobrenatural y sus aventuras siempre se habían destacado por ser aparatosas y espectaculares. Respetado por todo el mundo, comprendió que tenía que reaccionar al estancamiento mortuorio del virus. Entonces, llamó a un montón de amigues fuertes, resistentes y alegres de corazón, para que lo ayudaran a crear un refugio recóndito en una de sus edificaciones fortificadas.
El lugar era enorme y maravilloso, decorado con gusto excéntrico y rimbombante, con puertas de hierro y detalles de vidrio y yeso. Lo primero que hicieron les amigues al entrar fue buscar las ventanas, pero no había ninguna. Una tenue luz bajaba desde el techo, a través de una secreta grieta que recorría toda la estructura tan sutilmente que pasaba inadvertida. Luego miraron las alacenas: estaban repletas de todo lo necesario y mucho más. En seguida Antonio Martín les acercó máquinas y candados para atrincherarse, pero también para que nadie más entrara y para no ceder a los impulsos de salir.
A los pocos meses, olvidando un poco los vaivenes del contagio exterior, fueron invadidos por una sensación de ahogo y melancolía, causada por el encierro y la seguridad material. Antonio Martín, presintiendo lo que podría pasar, reunió a toda la comitiva y les mostró una puerta en la que hasta ese momento nadie había reparado. Se sorprendieron de no haberla visto antes, porque era realmente monumental. El héroe abrió la puerta, dando lugar para que pasaran y vieran lo que les esperaba. Un festín de elementos, luces y formas que nunca podrían haber imaginado. Y les dijo: vamos a hacer un baile de mascarillas.
El salón tenía el tamaño de tres palacios, no se podía abarcar con una sola mirada. Estaba ornamentado al gusto y preferencia de las grandes cortes. Escondía decenas de curvas y vericuetos y, de no ser por una alfombra azul interminable que unía todo, en cada recodo el aspecto y la percepción del espacio se volvían diferentes. El estilo de nuestro héroe era muy especial. Desdeñaba los caprichos de la moda. Sus planes eran salvajes y sus creaciones brillaban con esplendor. Los colores predominantes eran difíciles de describir. Sólo al presenciarlos en persona se podía comprender la constelación que conformaban unidos. Un verde claro musgoso, un plateado apagado hasta la ceguera, un aguamarina denso, un blanco sombrío, un tenue nacarado y más de treinta gamas de negro. El ciclópeo recinto estaba engalanado con exquisitas obras de muy diversas dimensiones que replicaban, o quizás proyectaban, esos mismos colores.
Pero el detalle más impactante era que en ninguna parte del salón había lámparas o candelabros. La única iluminación venía de un enorme trípode con un brasero ardiente que, desde un cuartito anexo, lanzaba sus rayos al través de los cristales de un acrílico tremendamente matérico. La luz era deslumbrante en sus inmediaciones, pero se volvía cada vez más siniestra a medida que la distancia aumentaba. Muy pocos bailarines se sentían con el valor suficiente para alejarse demasiado.
En el pasillo contiguo había una enorme heladera llena de los mejores licores, pero cuya puerta resonaba cada vez que se abría, al punto que una perturbación momentánea recorría a toda aquella alegre multitud. Hasta los más sensatos se hundían en meditaciones y ensueños febriles por esos instantes y eso hacía que lo pensaran dos veces antes de usarla.
Dentro de ese pequeño milagro, les amigues empezaron a bailar al ritmo de algo que no entendían si venía de adentro o de afuera. Era una cadencia cálida, a un tempo ralentizado y con melodías incompletas que se superponían generando un clima voluptuoso, casi acuático. Probaron sustancias sin saber qué eran hasta que encontraron esa intensidad que perturba y enloquece, un éxtasis imposible de detener. Por momentos se preguntaban en qué lugar del universo estarían. A la vez, dentro de ese irresistible balanceo colectivo, cada cual sentía una soledad muy digital… como si la humanidad hubiera desaparecido y sobreviviesen solamente las imágenes, eso que subsiste debajo de la ropa que se habían puesto durante siglos. Por eso fueron tanteando el aire, como buceando, buscando cuerpos para abrazar en una intensidad cada vez mayor, hasta que se conformó una orgía alegre y magnífica.
En ese trasluz confuso, sólo se distinguían figuras arabescas, siluetas incongruentes. Era imposible distinguir lo bello, de lo licencioso, lo extraño de lo terrible y lo repugnante. Se sentía como una multitud de sueños encimados e irresistibles que se contorsionaban en todos los sentidos. Pero incluso entre quienes creen que la vida y la muerte son un juego, hay cosas con las que no se puede jugar. En un momento de la noche, empezaron a notar la presencia de una máscara que hasta ese momento nadie había percibido. En esta reunión de fantasmas, sólo una manifestación muy extraordinaria podría haber causado esa sensación. La figura en cuestión había sobrepasado la extravagancia general y además, evidentemente, había franqueado los límites del encierro.
Era un personaje muy alto y delgado, envuelto en una mascarilla de la cabeza a los pies. Cuando los ojos de Antonio Martín se posaron sobre él, pareció conmoverse por un violento estremecimiento de asco y terror; pero un segundo después, se llenó de ira y exigió a les amigues que lo redujeran y desenmascararan. Hubo en el grupo un leve movimiento de avance en dirección al intruso, quien durante unos segundos estuvo casi al alcance de sus manos. Ahora bien, por cierto terror indefinible que la audacia insensata de la máscara había inspirado a todos los allí reunidos, no hubo nadie que le pusiera una mano encima. La inmensa asamblea, como si obedeciera a un solo movimiento, fue retrocediendo del centro hacia a las paredes y la máscara continuó su camino sin interrupción, como si flotara con un paso solemne y mesurado.
Fue entonces, cuando Antonio, exasperado de ira y de vergüenza por su momentánea cobardía, se lanzó precipitadamente a través del salón. Nadie lo siguió; un terror mortal se había apoderado de todo el mundo. El encuentro con el intruso duró un instante, y luego sonó el grito más agudo que se pueda oír. Al desenrollar la máscara no se develó nada parecido a un ser humano. Una masa deforme y vibrante esperaba su revelación. Era una comunidad de seres diminutos, casi imperceptibles, que conformaban un cuerpo inexplicable. Les amigues se sintieron sofocados por un terror sin nombre, al ver que no había ninguna forma palpable. El intruso se deshizo en millones de partículas que penetraron en todos los huecos de los vivientes.
En seguida reconocieron la presencia de la Muerte. Les amigues fueron cayendo sobre los restos de la orgía hasta morir en la postura desesperada en la que se habían precipitado. Las llamas del trípode se extinguieron. Nuestro héroe, aterrado y arrepentido por lo que había hecho, sólo atinó a tomar las obras que aún quedaban más o menos inmunes a la destrucción. Sin saber que hacer, las acomodó una por una en la heladera. Probablemente lo hizo instintivamente, asociando al aparato con la conservación de lo efímero. Pero tras colocarlas, la culpa y el terror invadieron su alma y se dio cuenta de que sólo estando con ellas encontraría algo de paz. De modo que, de un salto, empujó su cuerpo y se precipitó en las fauces de la máquina sabiendo que esa sería su última acción material. La puerta se cerró haciendo un sonido siniestro y Antonio Martín Ías, abrazado a las obras, se extravió en ese gélido y oscuro océano hasta perderse en el olvido del mundo.