Por Ramon Arteaga & Malena Low
¿A qué empezó a parecerse la vida cuando dejó de estar sometida a los estados biológicos del sueño y la vigilia tal y como los reglamenta el trabajo? ¿Qué forma tomaron los pensamientos y las producciones oníricas al materializarse, al desbordar las fronteras biológicas para permear en otras materialidades? La realidad comenzó a llenarse de marcas, huellas, sigilos, dibujos, jeroglíficos. La materialización del lenguaje onírico osciló entre un cambio de soporte y la traducción misma. Toda experiencia mental privada tiene instancias materiales muy específicas, pero estas se vuelven más tangibles en tanto esa experiencia pasa a ser más parecida a un acto manual que al de una inferencia lógica. Al principio fue necesario mucho esfuerzo para realizar los procesos de trasvase onírico: el vuelo ingrávido que los sueños tenían en el espacio mental interior generó una fricción al irrumpir en el fluir tosco de la materia en el espacio. Hasta que se encontraron heurísticas apropiadas, no era raro que un sueño fuera como un documento exportado de un formato incompatible que de pronto deja al descubierto un pedazo de código de programación, un charco de espacios en blanco en medio de formas familiares o una masa de símbolos vaciados de significado. Uno de los más célebres episodios de materialización mental panpsiquista sucedió entre los apicultores eslovenos a partir del siglo XVII. El prolongado contacto de estos campesinos con las abejas los llevó a un trance mental progresivo que se fue traduciendo en un lenguaje pictórico basado en un alfabeto de íconos sobre paneles de madera, llamados panjske koncnice en su lengua materna. Así como las abejas crean un entorno de formas simples y geométricas por medio de su trabajo comunal, los apicultores y pintores eslovenos partían de figuras discretas que, al combinarlas, generaban una imagen más grande en la que los relatos no emergían de ciertos parámetros discursivos, sino como una atmósfera. Las imágenes tenían la apariencia de la nocturnidad, un resplandor inverso al del día. La luz no incidía en las cosas sino que surgiría de ellas y hacía que sus contornos fueran resplandecientes y pantanosos, no opacos ni rígidos. La sensación de las atmósferas lumínicas eran contraintuitivas, atentaban contra los significados claros. En estos paneles, “pájaro muerto” se expresaba dibujando un pavo real en todo su esplendor, agregándole cruz en el pecho y unas calaveras en la punta de sus plumas. De pronto la imagen de la muerte podía pensarse con todo otro repertorio de imágenes y sentimientos. Aunque el principio compositivo era análogo al de otros tantos lenguajes (un significado complejo se compone de significados simples), las posibilidades plásticas de los íconos terminaban por desdoblar el significado: la muerte se componía con las formas exuberantes de un pavo real, cuya carne los mitos siempre cifraron como incorruptible, como símbolo de vida eterna. A partir de esta conjugación simbólica desbordada por la representación plástica se abría la puerta a que su significado se descentrara y fugara hacia otra parte, arrastrando con él todo un caudal de sentimientos de la comunidad.
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Ese contagio de las formas de organización de enjambre hizo que los cuerpos de los api- cultores se fueran diluyendo en un todo orgánico que suplantó el espacio mental indivi- dual, interior y privado por el ágora de objetos y lugares que permeaba y servía de unión a los cuerpos. Entonces los espacios de trabajo se fueron contagiando de los flujos de con- ciencia que antes sólo podían atisbarse indirectamente gracias a inferencias. Estos flujos con frecuencia dejaban a su paso un rastro en los paneles de madera que contenían los paneles de abejas. A medida que se producían estas disoluciones entre cuerpos y prácti- cas, muchos nombres también fueron quedando estancados en la inutilidad. ¿Qué ele- mento distintivo tenía el arte respecto a la artesanía? Los artistas dejaron de serlo, el arte como medio para imaginar una vida distinta fue convirtiéndose en una práctica más de esa vida que iba descubriéndose.¿Qué diferenciaba el trabajo manual del trabajo onírico? Con el paso del tiempo, lxs Arqueólogxs del pensamiento se volvieron historiadorxs del arte y, a partir de sus hallazgos, trataban de entender las consecuencias de que la vigilia y el sue- ño fueran fenómenos excluyentes, reconstruían los mecanismos de identificación de lo que antes contaba como “un individuo”, inferían qué tipo de prácticas eran consideradas trabajo y cuáles formaban parte de esa extraña contraparte llamada “ocio”. Era frecuente encontrar obras que intentaban capturar estados de conciencia “profundos” que ahora flotaban en la superficie de las cosas: atrapasueños compuestos con caracoles, bijouterie falsa, cuerdas y bolsas usadas que recreaban supersticiones colectivas aún más pretéritas, espejos adornados con motivos florales que el paso del tiempo y el desuso había dado una apariencia de fósil. Reconstruir esos espacios mentales privados implicaba formar constelaciones de sen- tido a partir de las esquirlas oníricas que se confundían con arte o con basura. Por eso lxs arqueólogxs del pensamiento siempre corrían el riesgo de ficcionalizar la mente de sus antepasados, pues sus objetos-obras de arte del pasado muchas veces son hallados en conjunción con otras capas de basura sedimentada. Entonces tienen que decidir, por ejem- plo, si los caracoles pegados a un marco tenían una función representacional, supersti- ciosa, si era un efecto de dónde estaba ubicada la obra o si se adhirieron mucho después de que el retrato se perdiera en el olvido de los tiempos. ¿Por qué algunos cuadros esta- ban meticulosamente cubiertos con masilla, mientras otros aún mostraban viejxs ídolxs con forma de conejo caprichoso? ¿Hubo procesos de iconoclasia selectiva o simplemente era una cuestión de la geología particular de cada región? El misterio que rodeaba los modos de existencia y las producciones materiales del pa- sado suscitaba una suerte de presencia permanente de esos mundos extintos. A medida que se sabía más y se formulaban más preguntas al respecto, las creaciones y los sueños del presente tomaban forma en base a registros arqueológicos, hipótesis y supersticiones. Como manchas de tinta sobre una tela aguada, esta sensibilidad volcada al pasado se diferenciaba y se mezclaba con otras que, por ejemplo, profundizaban en un aspecto más esotérico a partir de la generación de atmósferas lumínicas. Parecidos a lo que en otro tiempo se llamaba “corriente” artística, estas sensibilidades ahora materializaban la expresión al mismo tiempo que la sacaban de una esfera autónoma. Estas corrientes no eran otra cosa que políticas, y entre ellas surgieron movimientos polémicos.
Cuando parecía que se habían agotado todas las formas de restituir el pasado, después del apogeo del historicismo arqueológico surgió un movimiento que prometía restaurarlo de una vez para siempre. Como una suerte de conservadurismo biológico, empezaron a generar entornos que modificaban la configuración psíquica y la devolvía a estados previos. Entonces una parte de la población volvió a instituirse como individuos que permanecían en un esta- do catatónico durante un tercio del día, fomentando una disociación en su propia conciencia que desde otras posiciones más progresistas se consideraba una depravación moral y una violación a los principios de convivencia. Como era de esperar, las facciones reaccionarias volvieron a proclamar la autonomía del arte y la producción material fue el campo de batalla en el que se decidían los modelos psíquicos y políticos.
Tanto de un lado como de otro, las producciones se hicieron más fastuosas y alineadas a programas rígidos, el arte se confundía con el marketing y el marketing con la manipulación biológica. A ritmos acelerados, el progreso cándido fue devorado por posicionamientos más feroces y revolucionarios que buscaban aplastar a los sectores reaccionarios. Si hacía falta, todo el pasado podía ser eliminado con ellos. En ese clima, la arqueología del pensamiento era vista como una connivencia reaccionaria, así como las obras basadas en símbolos fueron desestimadas por demasiado ambiguas y poco contundentes. Todo el arte, todos los grupos que tenían otra forma de relacionarse con lo político, una forma no bélica y pancartera, de a poco se fueron retirando a refugios y catacumbas dispersos por diferentes territorios, vién- dose abocados al anonimato y la disidencia. Sin saber nada del exterior y pendiendo de un hilo toda la vida que habían ido construyendo, su arte proliferó en esa relación ambigua con el futuro que deja la diáspora: la promesa y la autoafirmación se sustentan entre sí, la necesidad más inmediata y el sueño más remoto se igualaban en su capacidad para mantener un hilo de vida desde el que seguir.