Por Alfredo Aracil
“No darás un hijo tuyo para ofrecerlo por fuego a Moloch.”
—Levítico
Después de varias horas esperando, no sabía qué hacer para llamar la atención ni tampoco dónde ponerse para estar más cómodo. A decir verdad, veía mejor cuando se paraba o, directamente, cuando estaba en movimiento. De modo que los momentos sentado, con la cabeza baja entre las manos, habían sido muy escasos en comparación con los paseos por el hall del hospital, de un extremo a otro, a tientas, tratando de enfocar alguna cara o algún texto de los carteles que anunciaban la especialidad de turno y quién estaba a cargo de pasar consulta.
Desde la puerta, la enfermera le hizo entrar con un gesto de ojos y cabeza. Dejó el abrigo en el perchero de la entrada y se dirigió a la silla de cuero negro, frente al sensual dispositivo láser de respaldo mullido que tanto le había gustado. Metió la cabeza dentro del soporte circular metálico. Y antes de examinarle, la doctora le preguntó cómo venían los dolores y si la mancha, por casualidad, había alterado su dinamismo, si había algún cambio en su actividad y composición lúbrica.
La mancha del Inframundo.
Un material sintetizado.
Brota in-organicamente de las primigenias colonias bacterianas
interestelares que residen en las tripas de la Tierra,
una B(iosfera) P(rofunda) y C(aliente).
Era el segundo chequeo al que acudía en los tres últimos días. Pasaban las semanas y, en lo superficial, su mejoría era innegable, sobre todo con respecto a la noche del accidente. La explosión le había destrozado los párpados, que aún le ardían. Desfigurado, sin el camuflaje que brindan las cejas, parecía una drag queen mal maquillada. Sobre un fondo de piel quemada y ampollas que se ocultaba tras el vendaje, resaltaba el malva oscuro de las ojeras y lo hinchado del pómulo derecho, la parte más castigada de la cara.
Sin embargo, no era como se veía sino cómo se sentía. Más molesto que el exceso de claridad y la sensación de desorientación ante los rayos del sol, a causa de la pérdida del epitelio derecho, era la misteriosa aparición de aquella mancha oscura de densidad y porosidad incierta. Porque la mancha no estaba ni adentro ni afuera del campo visual. No era una superficie de color, sino que se desplazaba de afuera a adentro, afectando a los objetos circundantes. Con su presencia, el contraste entre sólido y vacío se ponía en crisis. Los contornos perdían su vigor, poniendo a prueba el límite y los rasgos distintivos de las cosas. Como colofón, un tono sepia, a la manera de una cortina de polvo beduino, envolvía transitoriamente la escena.
Al principio, el equipo que le trató en la guardia no quiso darle mucho lugar a aquellas visiones. Pensaron que se trataba de algún esquizo-efecto del trauma que sigue a la explosión, o quizás de una secuela neurológica que seguro iba a desaparecer con el transcurso de los días. Entre los motivos para no intervenir quirúrgicamente, según pudo escuchar, estaba que no había ningún resto del fuego en la superficie de inscripción responsable de grabar las imágenes en la córnea.
En la ambulancia de camino al hospital, lo primero que notó fue un intenso olor a quemado, más bien putrefacto, que parecía salir de los restos de su barba asiria. Le costaba un horror abrir los ojos, pero algo veía. Aún tuvo que esperar un rato largo para, bajo los efectos de la gota anestésica que le administraron al hacer el ingreso, comprobar que no había perdido por completo la vista.
“Todo va a estar bien, todo va a estar bien”, repetía como un mantra para sí mismo. Y entonces, por arte de magia, la mancha hizo acto de aparición.
Sobre el alcance de los daños internos en el ojo y los posibles efectos en el sistema nervioso se especuló mucho a lo largo de la semana que estuvo internado. Si bien no era muy preciso, el diagnóstico oftalmológico le libró de ser derivado al área psiquiatría, que era donde quisieron enviarlo cuando por fin pudo poner en palabras la información sensible que venía acumulando, su percepción alterada.
Frente a una comisión compuesta por diversos médicos, habló bajito pero fue claro:
“El problema es y no es la mancha. El problema es lo que asciende por sus fauces, la mierda que se cuela por el umbral de su arquitectura corrosiva, la erosión de la topología del entendimiento ordinario.
Quiero decir, además, que en el estómago, rodeado de un líquido de fuego, siento que crece un huevo negro.
La piel es atravesada por rayos solares que se acoplan a la fibra cerebral, estableciendo líneas de comunicación. Los mensajes son enviados desde el núcleo fundido, desde la mismísima profundidad ctónica, esto es, el Infierno. El huevo es un neuro-transmisor de constantes cacofónicas.
Tiene como objetivo demostrar que en la crisis medioambiental la vida vida no corre peligro.
El huevo crece al ritmo que le marca las palpitaciones de la MANCHA. Es alimentado por fuerzas insurgentes que conspiran para liberar a la Tierra del Capitalismo Solar, de sus tormentas y crepitaciones”.
De entrada, pueden imaginar, lo tomaron por un loco. Pero el nivel de detalle y la coherencia interna de su relato llamó la atención de una de las doctoras, la que primero le atendió y la más sensible. Ella no encontraba nada anormal en sus palabras, pues parecía saber que no existe demasiada diferencia entre ciertas formas de la teoría crítica, el pensamiento especulativo y la paranoia.
Pero ¿qué había pasado aquella noche, en su último día de trabajo? En gruta abismal, justo antes de la primera detonación, sintió que la gelatina panpsiquista le susurraba al oído, como una sirena. La cosa se deslizaba a una velocidad considerable, en dirección hacia donde él picaba la piedra. A pesar de no tener referencias de qué quería o pensaba esa extraña forma viscosa, percibió de una vez la amenaza. Alargando sus contornos, de repente, la masa se confundía con el carbón que acababa de extraer y todavía sostenía en su mano derecha. Muy adentro, notó cómo algo se sintetizaba con sus órganos y fluidos. Como una célula que rompe con la barrera ci-GÓTICA, experimentó un acoplamiento bioquímico que deshacía su unidad elemental, su uno mismo. Fue muy rápido. Pero en ese instante entendió que un umbral era sobrepasado, que a partir de ese momento, aún en la más absoluta soledad, nunca iba a estar solo.
Para siempre iba a ser el anfitrión de un innombrable huésped. Decir “para mí” nunca sería lo mismo que estar a solas. En la oscuridad interior, se consumó el desastre: la liquidación, la última frontera, una extinción infinitesimal de base necrofílica. El fuego grabó en su mente un murmullo: se prueba la mortalidad mientras se eliminan todas las rutas a la muerte.
Después vio una llamarada azul y roja, una lengua de felino que le chupaba los ojos por dentro. En los alvéolos, la kalima trajo consigo el desierto. Con un acto reflejo, se llevó las manos a la cara y salió corriendo en busca de una canilla en la que sumergir el rostro. Se frotaba torpemente, a ciegas, los bulbos de las pestañas desaparecidas. Era todo lo que quedaba del sistema (o)cultural-defensivo que mantiene a raya el exceso de luz y la sombra terrorista de las partículas ambientales. A pesar de la brevedad del encuentro con el fuego, había sido lo más parecido a mirar directamente a un sol que no está más en el cielo, sino en el interior y abajo, enterrado. El encuentro con un sol difundo pero ascendiente. Horas después, mientras esperaba para ser trasladado a planta, la mancha seguía a su lado. Cumplía un papel: recordarle que nada había sido un sueño, que nada pasaba solo en su cabeza.
Cuando la droga sedante aumentaba su presencia en sangre, volvía un poco la luz y la mancha le daba una tregua. Temporalmente, dejaba de sentirse tan abrumado. Ni demasiado lejos ni demasiado cerca: lo justo para arder lenta y eternamente.
El hospital tenía menos de un año. Estaba a las afueras, entre el vertedero donde la ciudad incineraba sus desperdicios y la nueva fábrica de pantallas de vidrio líquido, cuyos trabajadores literalmente se dejaban la vista en el trabajo de pulido. Por eso, precisamente, instalaron aquella unidad de oftalmología avanzada, donde la doctora Stassara le recibió la madrugada del accidente.
Salomón proveyó el culto a Moloch. Le erigió un templo en la colina que dominaba Jerusalén. En su interior se adoraba a un ídolo de algo más de diez metros de altura, con una enorme tripa que se llenaba de brasas que, como el alba que despunta cuando termina la noche, brillaba en un color anaranjado. Los niños que iban a ser sacrificados se inmovilizaban primero y a continuación se dejaban en las manos del Moloch. Los asistentes comenzaban entonces a cantar y bailar, llamando al ídolo sagrado.
Cuando los cantos se volvían un rugido, la mano y el brazo de Moloch empezaba a moverse, acercando lentamente al niño hacia la boca o el pecho del ícono incandescente. En lo más alto de su camino, el niño se deslizaba en la boca abierta de Moloch, cayendo a las profundidades del fuego, en el vientre de la bestia. Mientras tanto, las hordas danzaban extasiadas, como en una discoteca herética, alrededor de la estatua, al son de las flautas y los tambores, apagando con ellos los gritos del niño carbonizándose.
Levítico
Entre los papeles que aparecieron, cuando la doctora, alarmada ante sus continuas ausencias de terapia, buscó su dirección y quiso hacer una visita a su casa, había una carpeta azul prusia con cientos y cientos de imágenes y acoplamientos de la mancha. En la última página había anotados una serie de preguntas. Destacaban dos en letras más grandes: ¿una pintura psico-geologista? ¿Qué decir del placer de prenderse fuego? Además, se encontró un mapa de la red de cuevas subterráneas del lago Zetke, Eslovenia, con un tratado sobre la historia de la apicultura en el Río de la Plata.
La pintura había tenido un papel trascendental en su proceso de recuperación. Al principio, no quería saber nada de representar la textura y la forma de comportarse de la mancha. Pero la doctora le convenció de que podía ayudar a exorcizar el miedo y, de paso, aliviar los efectos paralizantes de aquella inquietante presencia.
Meses más tarde, cuando la apisonadora de lo cotidiano hizo que se olvidara de todo aquel extraño pasaje, la doctora recibió en su casa una postal con remite de una dirección en Liubliana. En el interior, había varios dibujos de la mancha como un enjambre, en tinta negra, y un papel doblado en cuatro.
Breve manifiesto de la pintura paramí-s-tica
Lejos de dogmas solares y poluciones semióticas, la pintura puede abrir la tierra y ver que hay dentro de uno mismo.
Perforar montañas en lugar de escalarlas, excavar en lugar de estriar, agujerar el espacio y el tiempo con todas las drogas posibles, en lugar de dejarlo liso. Convertir la mente en un queso gruyere capaz de mil conexiones aberrantes.
Querer vivir más allá de la supervivencia es desenvolverse en la ceguera. Disfrutar de estrategias y manipulaciones formales que están más allá del control de la consciencia. La metástasis de las escalas y de las dimensiones entremúndicas, por la vía de la abolición de lo figurativo milimétrico, produce una nueva imaginación que emerge de la realidad, pero descomponiéndose.
Beber hasta vomitar pintura.
Para el cadáver humano no es posible la escala antropomórfica -sea concreta o abstracta, sino diferentes latitudes y coordenadas que son continuamente rebasadas: escalas larváticas, dimensiones parasitarias (hongos) y pestes aromáticas (GAS). Luego está la magnitud de lo desconocido.
Para criar y movilizar sectas, minorías, hermandades y sociedades secretas no hay nada mejor que un dolor personal, abrasador, que es vivido colectivamente.
¿Por qué el proceso brutal e infinito de la descomposición de uno mismo, paramí-s-ticamente, no erradica toda solidez de una vez por todas?
Una pintura no es una superficie, es un agujero, una entidad sintiente.
La tierra tiene volumen, el infierno también. Soy un punto vacío:
una MANCHA en el aire. Una ventana.