por nakh ab ra
[Cessna 3-20].
Soy una pilota de la onda viva. Uno de mis nombres es Cessna y a veces le agrego 320. Mi nombre civil es irreal: me investigan por mis sobrenombres reales y yoh investigo a través de sus ópticas no-heredadas. Mi cómplice optoelectrónico, Ray-Ban, es quien me ayuda con las lecturas de las frecuencias de luz y demás licnosofías. El vínculo entre el ojo y la idea es fundamental para él; para mí entre el ojo y el aire o entre el ojo y el vacío.
Mejor empezar por el fuera de campo: ¿por qué insisten en contratarnos? ¿Qué nos hace (a Ray-Ban, a mí, a la Estación Solar en la que trabajamos) cierta pintura respecto a nuestras indagaciones más secretas por secretantes, para que nos sigan enviando sobres con reproducciones y en particular éstas?
Coincidimos en que exudan dos tipos de rigor exploratorio, que hasta puede silbar: el del estudio de la oscilación (si hace mella = si pinta), y el de las fuerzas que le son inherentes. Pero las fuerzas no son meramente abstractas ni son “las” ni se hallan en las profundidades: cubren la superficie configurando el espacio de las tensiones. A la vez no tienen nada extrínseco que se perciba desde algún enfrente y a salvo. En cambio nos liga a una adivinación libidinalmente comprometida con sus gestos-fuerza. Estos dos rigores conviene entenderlos sin asomo de tensión psíquica ni competence, sino desde un apetito exploratorio y probador que perservera sobre sí y sobre otros síes.
En la cabalgadura de la onda se juega un fondo por el que puedo penetrar. “Fondo” que ya adivinamos que está en la superficie: inversión especular –diría Ray-Ban–, aunque simplemente resulta que emite y difunde como señal que va a distribuir. Aclaremos que el fondo no es el cielosuelo ya que su operación de fórmula crepuscular invade hasta el menor grumo: amanece y atardece al trazo en estas reproducciones [más bien perturbaciones], algo que como pilota me fascina indagar. Oscilación y fuerzas, además, dan en turbinación y en turbulencia. Sea por los pájaros arremolinados de Sasha-Min (parecen venidos de un efecto-Van Gogh) o por el cóncavo campestre que abre el cuadro en Lulamar, estas obras pendulan en amplitud de barrena ya que así descubren la distribución pictórica que más les conviene: amanecer / anochecer, ocultamiento / aparición, sombra viva / crisálida aparicional. El fondo no es un cliché de profundidad ni un plano regalado que sólo admite la preposición “sobre”, sino un potencial de distribución que no tarda en volverse entitógeno, sobre todo en cuanto inserción vegetal y animal. Aquí es un régimen energético el que puja y reparte: de allí el potencial distributivo / germinativo.
Tengo la impresión de absorber la realidad vibratoria de un gesto que corre por ahí, pero es un gesto nonato: no sabemos cuándo ni quién lo hace ni si lo hace alguna vez pero opera no-nacido. Y a tal punto opera que por su insistencia arriban esas crisálidas aparicionales en Lulamar, que es un aspecto del fenomenío de sus criaturas, mientras que en Sasha-Min el plano meteorológico se elastiza y alisa para la navegación háptica. Suele haber ontogénesis en la pincelada más breve (la parte obviosa de su historia), pero no siempre llama a ser captada así, ahí, en flagrante acto de autoinformación cada vez que se la pesca o contempla: es la continuidad del gesto empapado en la fórmula crepúsculo.
Mientras escribo Ray-Ban otea la progresión del programa SETI [Search for extraterrestrial intelligence] en su PC, y me alcanza un libro en el que señala la frase: “Es sólo en tanto fuerzas que materia y forma son puestas en presencia”. Sencillamente materia y forma se vuelven obsoletas: no porque cundan conceptismos de vanguardia sino por algo menos perentorio, más rumiado: se trata de la apertura gestual que, llevada en su estela desde el particlo hasta sus concrescencias, abre, con su auscultación cromocinética, a la presencia y a la presentación. La palabra presencia no es irrelevante: los recitales de pintura de Lulamar, que Sasha-Min porta en su adn iluminativo, enfocan la inminencia por la que puede inmanecer una presencia mínima o máxima, con algo bioluminiscente, es decir con señal etológica (presencia no-ontológica acaso ontodélica). Y es que los lulamaris y sashamins (hay tribus en sus pinturas) saben que no hay comunidad viva sin una presentación en la que cada individuación surge por un cúmulo de trazos luminosos, luciérnagas de fórmula crespuscular, señales, informalescencias. Flujos de fotones del espectro visible o invisible que por igual configuran el fluido existenciador de sus operaciones. Lo mismo que hay una literatura menor habría también una luz menor –sugiere Didi-Huberman–, y es justamente de esta luz que se hace la fórmula-crepúsculo: menos de un crepuscular referente que subacuático, por tratamiento de luces menores merodeadas por sombras vivientes.
Aparecer / disolver en la onda optocromática, iluminativa por desiluminada, que el recital distribuye (recital viene de “citare”: poner en movimiento), es otro síntoma del viaje en marcha, de la presencia que asoma en base a linternismos recurrentes, que son también enjambres de pinceladas con ese algo de señal biológica. Para ninguno de los cuatro (nos incluimos) los recitales de pintura son un detalle accesorio. Desde alguna ocasión en la que Lulamar los activó en el sótano de la Estación Solar, nos hizo saber, sin emitir palabra, que no se trata de una manera ocurrente de mostrar, sino de una instalación colocada directamente en el génesis recurrente, algo paleozoico, de cierta pintura, aun cuando parezca “finalizada” (al menos estas pinturas nunca finalizan: sólo aguardan las linternas adecuadas). Si finalizada, entonces no recitable. Si en marcha, va al recital de poesía (quise decir de pintura).
Luego (a la vez), puede pasar que un móvil luminoso se verifique en el crepúsculo: ¿es un avión, es un ave, es la luna, es el superhombre? Siempre estamos a punto de ver algo más ( = algo más que la mera suma). O bien nos vienen a buscar o bien vamos a la busca, linterna en mano, hacia un espesor incorporal / corporante del que va a surgir... ¿una nube, una criatura o una verdura? ¿Quién vive? ¿Quién ve en la fórmula-crepúsculo? Es sobre todo el imán de la invocación / evocación en sus capas existenciadoras. La pintura es un enclave. Y así hasta el círculo de la Luna se hace de mediogiros mercuriales de yin y yang, o hasta la cutícula escamada y escamante del plumaje es un apretado abanico de embriogénesis, de joyeles perplejos guiñándole a nuestra perplejidad crepuscular.
[Ray-Ban]
Una pilota como Cessna experimenta indiscerniblemente del empuje a turbinaciones en el que viaja: entre la impulsión y el impulso su élan aviónico le imprime un entusiasmo que tiñe sus adivinaciones de un rasgo hiperbólico. Pero como óptico sereno me contratan para acotar ciertos diferenciales: percibo a Sasha-Min volando hacia un casi-cero de las formas en su deslímite panorámico, al que arriba por rodeos y giros que abren el vacío interelemental. Mientras que Lulamar, desafiando la amplitud modular de su gesto que también concava un vacío de fuerza, arriba a esa crisálida de entidad sugerida por Cessna 3-20. Tal crisálida perfeccionada hacia el máximo de su nitidez, es casi un golpe de campana, sino un gong: la osadía de dar el golpe entitario cuando todo hubiera podido ser oscilación y vaciado (momento que entre sashamins se sostiene: otro tipo de gong). Pero a menudo veremos surgir entre lulamaris una minucia de vidriería modular venida a presencia que hasta parece autogenética, un cúmulo de fuego sobre el agua. Y otras veces puede ser como un fragmento de blasón, el dibujo de una naturalista que muestra un ave entre luces, heredera aventajada de un avistador de aves y pájaros. Pero en Sasha-Min el cúmulo (cumulunimbus) avanza hacia una distensión aeróbata, de superficies, cuando en Lulamar resalta la tensión hacia el revés que se le planta al barrido o a la quietud: algo vendrá y sino hará que venga, magista, para que pruebe lo que es bueno: una invocación, un recital de pintura dentro de la pintura. Si los sashamins entran en la distensión del vuelo nocturno, las lulamaris plantan la tensión de su vibratto aparicional. Cada cuál descubriendo sus trayectos: de un lado se desnudan las maneras de la existenciación pictórica por su continuo recital en-pintura, mientras que del otro se abre la difusión hacia el espacio meteorológico que, siendo a la vez traslúcido y nebular, distiende la membrana que disuelve y coagula. “Crear para ver”, dicen ambas tribus.
[A coro]
“Imaginaron ser los pasajeros de un submarino perfeccionado inspeccionando, a través de los ojos de buey, los misterios de la fauna y la flora oceánica. Por lo demás, el espectáculo que se ofrecía a sus miradas tenía algo de subacuático (...) Hacía pensar en los grandes acuarios, aunque sólo fuera por la luz”.
Giorgio De Chirico, Hebdómeros.
Pilota y óptico cantamos a coro que Lulamar y Sashamin emprenden, cada vez, un viaje hacia la nitidez. No la nitidez de la forma, menos aun de lo sólido y acabado, sino de las cualidades de la luz que sus operaciones hacen pasar. El aparato que se puede inventar para hacerlo (la pintura misma, el agua, un ojo, el vitral), es puesto a irradiar como un carbunclo o bien bajo flujo líquido, aun cuando el plano tienda al monocromo: ahí se cocinan las tramas de aguas aéreas de la visión. Se vuelve una pericia oculista, a veces ocultista, implicada en el velar / traslucir / ondular / incandescer. Entonces la nitidez que hace pasar puede ser subacuática, otras veces aérea y fueguina, vale decir interelemental, y es en y por esas mezclas elementales que la nitidez no-geométrica ni aleccionadora aparece. Es, además, claroscura por naturaleza antes que por opción: una suerte de fatum linternista. La oscuridad trasluce, la sombra vive. Y la traslucidez que otorga lo subacuático linda con el húmedo cristalino que es el ojo. Juncos, helechos, flores o pigmentos, son generados desde ese cristal acuático que hace pensar en los acuarios “aunque sólo fuera por la luz”. Esa nitidez bajo agua, a diferencia de la nitidez de los sólidos con sus ángulos duros, no hace a un lado las ondas y torbellinos, logrando, en cambio, la descodificación líquido-pictórica de la luz, aun si enfocando el aire desde el cockpit. Sin lugar a dudas Lula y Sasha van de viaje en el submarino hebdomérico, si bien Sasha-Min indaga la fase aérea del efecto inmersivo. “Los misterios de la fauna y flora oceánica”, mientras tanto, pueden transferirse a la tierra. Y lo extraterrestre, lo sabemos, es el océano (nuestro SETI escanea el mar: lo apuntaremos en otro capítulo).
Ese viaje en la nitidez incandescida o líquida, incluso nocturnal, logra que la pintura se vuelva el enclave que mencionábamos, lo que en nuestro capítulo llamamos la inmediación. Medios entre medios con un aliquid alboreante, incluso en lo oscuro. Es la paleta que llaman entre luces, capaz de asumir la nitidez del tornasol terrestre. ¿Habremos olvidado tal inmediación en base a la cegadura de “la” luz y las pantallas? La auscultación háptica prefiere el color que se recita en la inmediación por la que una pintura es al fin quien vive ahí, intensificada por la atención operativa que se le dedica. Mágica, la inmediación, ya que hay confianza en la aparición que vendrá, aunque arribe tras mucho bascular / vascular los gestos-fuerza sobre el terreno, desde unos vaciados inductores. Hasta que surgen frutos verdes o moléculas, hasta que hay especies florales que destilan una sutil aberración: así es el régimen energético: satura el vibratto, los timbres, su nitidez es aquella aberración vegetal que degustaba Monsieur Teste. ¿Algo más nítido y aberrante que un fruto surgido de la frotación pictórica? Frotar para ver, como con la lámpara de Aladino.
Entonces llega el tratamiento minucioso, casi como una caligrafía de la con-figuración: hay una vigilia lúcida ahí, no una “corrección vigilada”: aquella convive con el dragón ctónico de las fuerzas: hay vegetación, grietas, criaturas, corrientes atmosféricas y magnéticas recitables. De todas maneras hasta la aparición más inaudita es presentada con una suerte de naturalismo oriental, como si algo de eso que se está viendo, fuera nada más que una magnificación del detalle pintado sobre un zapato de madera que se usa para tomar el té.
Características inflorescentes, de lechuga o de repollo en la percepción, en clave de verduras (“el prado de veduras”, escribía en proto-barroco San Juan de la Cruz). Y en contrapunto se nota cómo la tribu de sashamins amplía el período de onda de un vuelo para mostrar apenas su hilo mercurial, su arco voltaico, acaso un río, que en otro cuadro será la grieta que subraya la presencia del dragón tectónico. ¿Quién vive ahí? ¿Quién ve ahí? La Luna, en Sasha, además de la pintura y el dragón de la fisura, luna que es un ojo de yin y yang por el que el Tao recita la noche. Esa superficie noctambular lleva al máximo Indefinido que socava el figurando. Henri Michaux escribe en El infinito turbulento: “En una figura dada un espacio minúsculo que comienza a socavarse de indefinido”. Una dilatación de la imagen y del horizonte a través de un ritmo de mútuos esclarecimientos que apuntan a sostener viviente la visión, a mantenerla con vida en pintura, como en los recitales mencionados: esa vivificación y esa supervivencia es un efecto que en artes visuales interesa menos de lo que se creería, y si acaso interesara, hasta ahora no se había dado con el método, con la inmediación para que suceda a la vista de quien fuera que observe.
¿Con esta inmediación mágica actuando en ambos, nos aproximaríamos a aquello fantástico, o más bien será “el flujo poético una cabalgata cuya finalidad ondula y desaparece”? La fuerza, el plano y las ondas, por su potencial energético, abren un obturador que no va a apuntar al mero verosímil porque está habitado por unas potencias que por sus características no coinciden con la designación, es decir con el mundo efectuado. Son los medios de un trance que ya no se declama ni declara porque es lo que nos toca de percepto tras la revoluciones perceptuales de los últimos siglos. Revoluciones menores, como nuestra luz menor, que se vinculan a las inserciones vegetales e interelementales, a veces con un sutil efecto-monstruo de lo vegetoanimal, que es también el efecto-grieta, en lo rupestre, mostrado por los sashamins. Pero a la vez rigor pensátil porque mente plástica. De Lula nadie dudará que “piensa en pintura”, mientras que nadie dudaría que Sasha capta al vuelo y traza. Baste aclarar que aquél pensamiento está lejos de un cerebralismo programático, al contrario implica “recoger, resonar, mezclar, cocinar”, como escribe Lulamar en un texto.
Confirmamos ritmos de parentesco entre las dos tribus, entonces, que como entre los primos gitanos tienen menos que ver con el linaje que con la resonancia del afecto, con su energética verbo-imaginal, con la manera en que los afecta la mirada, el paisaje y la cantilación. Y ambas tribus, como las “primitivas”, pujan para que los elementos tengan entrada y salida libre, ya que en eso consiste la magia. “El sistema interelemental es más vasto que la materia”, cantan a los cuatro vientos, ya que adivinan que el materialismo mayor no basta ni bastó para pintar con luz menor.
¡Que la inmediación las proteja y las haga resonar-recitar sin fin!
Estación Solar,
equinoccio-22.