Por Irina Podgorny
Dicen que mi madre, su fantasma, vaga por las calles de Bakú. Que regresó para protegerlos, para guiar a los rusos en su paso hacia al futuro. Le ponen velas, ven su sombra en las ventanas. Se les aparece en los espejos. Les ladra en la oscuridad. Presagia los rayos, los incendios y las explosiones de los pozos de petróleo, detecta virus nuevos y quiere, arrulla, a los niños ciegos. Una patraña moscovita. Mejor dicho, otra, una de las tantas que, allí en el Kremlin, se componen con luces, sombras, letras y bastante química inorgánica. Mentiras, meras mentiras. Aquí, conmigo, en el museo, está su cráneo, mi tesoro, mi refugio, mi secreto. La verdad. ¿No me cree? ¿Ud. dice que esa es la mandíbula de una cabra? Pues mire bien: ahí, en el molar, está la prueba de su esencia canina. Es igualito al mío, torcido para adentro. Sí, sí, si prefiere, sáquele las correas: con ellas le ataron las quijadas después de dormirla. Cuando despertó, cuando yo nací, se le habían integrado al hueso. Las conservo porque así la conocí. Atada, maniatada. Como todo astronauta, comía por una pajita que, sin embargo, no interfirió con nuestra felicidad. Me educó, me enseñó todo lo aprendido en los laboratorios siberianos de la URSS: álgebra, geometría analítica, varios idiomas, principios avanzados de computación, cálculo, administración, literatura y fotografía. ¿Arte? No, a mi madre no le gustaba, no sé por qué. Era una perra educada, una señora de la ciencia, una ingeniera de gustos conservadores. Fue a la escuela del Dr. Schulz, un alemán que había logrado su sueño: demostrar que todos los animales pueden aprender a hablar. Los operaba, les implantaba cuerdas vocales de terneros nonatos. Con eso, alcanzaba para que todos, perros, loros, renos, hablaran como vacas. Perdón, quise decir, como humanos. No quise ofenderla. Disculpe. ¿Pudo desatarlas? No sabe cuánto se lo agradezco. Hago ecuaciones con los pies pero no tengo manos y con mis dientes, nunca pude. Además, tampoco soy un zorro. Perra vieja y a mucha honra. Si, acertó: a las correas les debo este dejo de perro genovés. Condenada a mantener los dientes apretados, mi madre silabeaba casi silbando. Así me crió, así aprendí, imitándola. Estábamos solas y en la Luna. No escuchaba a nadie, nada, salvo su voz. Sus gruñidos mascullados, sus chirridos. Nunca me ladró, no podía. ¿Cómo va a ladrar ahora, en la oscuridad de las calles de Bakú? Imposible. Juntas viajamos al espacio, juntas descendimos. Yo, al llegar, apenas era una cachorrita. Bajamos contentas, ella la primera, moviendo la cola, oliéndonos el culo para confirmar que estábamos vivas. Recién entonces miramos para atrás, para arriba, para los costados. La cápsula, la nuestra, ya no estaba. Había vuelto a partir. En ese valle, no había nada o, mejor dicho: además de nosotras, estaban las piedras y el destino al que nos habían enviado anunciando que la mandaban a dar una vuelta, a morir por la ciencia, a la eternidad. Y a matar de rabia a los norteamericanos. Era otro mundo. ¿Le suena absurdo? Un poco quizás, pero no exagere: este no es mejor. Repasemos: cuando el cohete despegó, yo, todavía, no existía. Al día de hoy nadie sabe que existo ni que alguna vez nací. Salvo Ud. , mi cronista, la fotógrafa de mi museo, de mis restos. Confieso que me gusta cómo me llama: Bianca, la reina de el Cosmos, la emperatriz del desierto y del espacio. A mamá también le hubiese agradado pero, en vida, prefirió ocultarme en el silencio. Creía que sin nombre nadie me vería. La habían preñado en secreto, otro experimento. Le metieron material genético de no sé cuántas especies porque, por entonces, estaban seguros que la Tierra volaría por los aires. Había que salvar a los rusos, a su naturaleza, a su saber y a su alma. Su grandeza. No tuvieron mejor idea que inyectárselos a una perra. Mi mamá y su barriga fueron el Arca de Noé que enviaron al cosmos. Las noticias dijeron otra cosa, ya sabe Ud. , pero la verdadera misión era esa. Prolongar la vida soviética en el receptáculo que fuera. Venga, recorramos el museo y verá nuestra progenie. Todas esas perras que nos miran, como embalsamadas, están vivas. Mis hermanas, mis hijas. Yo decido cuando mueren, cuando nacen, cuando se duermen. Somos hermafroditas y con olernos, nos alcanza para que todo vuelva a empezar. Hemos conquistado este planeta con paciencia y parsimonia, convencidas que estaba vacío y que el rojo teñiría el porvenir. Hasta que, en una expedición, cuando ya éramos jauría, descubrimos la presencia de una raza que construía casas de piedra, cuevas y nichos, le rezaba a estas cuevas y a las cascadas de fuego. No hablaba ruso ni francés y nos trataba brutalmente. Nos pateaban y nos tiraban piedras. Los dejamos hacer y, mientras tanto, aprendimos sus costumbres, coleccionamos las rocas con las que creían lastimarnos y observamos su decadencia sabiendo que, tarde o temprano, desaparecerían. Irina Podgorny Investigadora Principal del CONICET en el Archivo Histórico del Museo de La Plata Navegación de entradas